Vigencia y contenido de la Hispanidad

El próximo año se cumplirá un siglo del nacimiento de Ramiro de Maeztu.

Maeztu, asesinado en Madrid durante la guerra civil, en 1936, era un notable escritor vasco, algunos de cuyos ensayos —como el análisis y paralelo de don Juan, el Quijote y la Celestina— han llegado a ser clásicos en la literatura española del siglo XX.

Siguiendo una línea casi invariable de los grandes vascos —desde San Ignacio hasta Unamuno— Maeztu, sin perder el amor extrañable hacia la patria chica, se identificó también espiritualmente con la patria grande. Como a don Miguel, “le dolió España”. Y de ella ascendió a un plano todavía más amplio, el de la Hispanidad.

Por ésta entendía Maeztu la comunidad de los pueblos que habían recibido de España su forma de concebir la vida, o sea, una tradición de valores.

Para el escritor vasco, España había construido “imago mundi” sintiendo, apasionadamente, la necesidad de juntar la fe y las obras. “La fe sin obras es fe muerta”, había escrito precisamente Santiago, el Apóstol de España. A través de los siglos, los españoles harían constante eco de esta afirmación. Hasta el momento en que —por la gran polémica del siglo XVI sobre el valor correlativo de la fe y las obras— se rompiera la Cristiandad con la Reforma. Y Maeztu recalaba que entonces había sido un teólogo español, Diego Laínez, el más ardiente defensor de la importancia de las obras para la salvación. La intervención de Laínez en tal sentido, en Trento —decía—, selló la neta diferencia doctrinaria con los protestantes en esta materia básica… diferencia que otros padres conciliares, más diplomáticos, hubiesen querido minimizar.

Tan fuerte valoración de las obras —hace notar luego Maeztu— conduce, unida a otras ideas también de raigambre cristiana, a afirmar en seguida la igualdad esencial y solidaridad permanente del género humano, de todos los hombres, cualesquiera que sean la raza, la nacionalidad o la condición social… “la unidad de las flores en el cuerpo de Cristo”, con las palabras de otro español de este siglo, el poeta Rosales.

Y como, por una encadenación lógica también difícil de discutir, la igualdad de los hombres supone, en cada uno de ellos, un tesoro de atributos que le son propios y exclusivos, y que por ende ningún otro hombre tiene derecho a violar, los pueblos hispánicos —antes que los anglosajones y con un fundamento ideológico comple­tamente distinto— elaboran la teoría y el sistema de las libertades personales, que garantizan la preservación de aquellos atributos.

Tales libertades deben ser respetadas, asimismo, por la autoridad. La sujeción de ésta —y de todos— a la ley, o sea el estado de derecho, forma igualmente parte, por ende, de esa “imago mundi” hispánica expresándose en el aforismo que se prolonga desde San Isidoro de Sevilla hasta el teatro del Siglo de Oro, pasando por las Partidas: “Rey serás si facieres derecho e si non facieres derecho non seras Rey”.

En una etapa final de maduración, pensadores como Suárez y Vitoria traspasa­rían los conceptos anteriores desde el mundo de las personas individuales hasta el mundo de las naciones. Se incorporaría así al acervo de la Hispanidad la concepción de una comunidad internacional regida por normas éticas.

Maeztu vació estas y otras ideas en un libro ensayo, “Defensa de la Hispanidad”, que tuvo un éxito instantáneo en todos los países de habla castellana.

Desde entonces, esa palabra —Hispanidad— es moneda corriente y, como toda moneda corriente, propensa a las falsificaciones.

Es increíble el número que han alcanzado éstas.

De partida, se suele confundir la Hispanidad con la admiración o afición por lo es­pañol, o sea, con el “hispanismo”. Hispanistas, en el último sentido, pueden ser Hemin­gway, Bizet, Rodríguez Larreta o —en un escalón más primitivo— el turista que goza con las corridas de toros, con el baile flamenco o con el sol en la playa de Torremolinos. Pero estos hispanistas pueden (y suelen) no tener nada que ver con la Hispanidad.

Por eso Jaime Eyzaguirre —que reconocía y respetaba la herencia espiritual de Maeztu— agregaba que él no era hispanista, sino “hispano”. “Ser hispanista es acti­tud del extraño que admira desde fuera los rasgos de la cultura ibérica. Ser hispano, para el chileno, es signo de filiación, no postura servil e imitativa”.

En seguida, también es común equiparar la Hispanidad con la adhesión —o al menos la simpatía— hacia determinados regímenes, ideologías o aún personas del campo político. Leo en “Le Monde” de algún tiempo atrás, por ejemplo, que en Chile la Hispanidad ha sido un “sucedáneo del fascismo”. Es cierto que quien estampa semejante disparate es un sociólogo belga de los tiempos de la Unidad Popular, en el cual corren parejas la liviandad del “fumiste”, la ignorancia más audaz y la más oscura pedantería. Pero, de todos modos, el hecho de que puedan escribirse estas barbaridades en un diario de fama mundial, sin que se rían hasta las piedras, demuestra la confusión existente entre Hispanidad y doctrinas o leal­tades políticas determinadas.

Pues no. No tienen nada que ver. Se puede ser monárquico o republicano, fran­quista o antifranquista y compartir la “imago mundi” de la Hispanidad.

Eso sí, es imposible ser totalitario —sea marxista leninista, sea de los otros totalitarismos de raíz puramente hegeliana— y adherir a la Hispanidad. Porque esos totalitarismos tienen su propia “imago mundi” radicalmente anticristiana. Y ya hemos visto qué aquélla es, en esencia, tradición y acentuación de algunas ideas cristianas básicas.

No faltan, tampoco, quienes creen ver en la Hispanidad un elemento étnico, hasta racista. No hay tal. Es una tradición espiritual: hombres de cualquiera raza pueden asumirla. El igualitarismo racial, por lo demás —y como vimos— es uno de los elementos claves de dicha tradición. Y ese igualitarismo se ha hecho carne en el mestizaje hispano de todos los continentes. Ya Maeztu, con maravillosa clarividen­cia, incluye en la Hispanidad al mundo lusitano, Portugal y Brasil, subrayando así que ésta —como su inspirador, Cristo, en las palabras de nuestro colonial Obispo Villarroel— “no hace acepción de colores y estima en tanto las buenas obras de un esclavo negro como las de un rey blanco”.

Por último, otra idea equivocada es la que ve en España, como país concreto, una especie de “cabeza dirigente” o “primera entre las iguales” de la Hispanidad.

Es cierto que España se ganó en el pasado ese sitial, por su obra descubridora, co­lonizadora, evangelizadora y cultural en América, África y Asia, y por haber creado, transmitido y difundido la “imago mundi” de la Hispanidad.

Pero mantener —o, si se quiere, recuperar— ese puesto depende precisamente de las obras. Si España asume y actualiza en esta hora las ideas eternas de la Hispa­nidad, será cabeza de la comunidad espiritual. Si sus clases dirigentes, en cambio, prefieren correr detrás de Mamón, y sus intelectuales envenenarse con los relaves de un neo marxismo pasado de moda y emborracharse con los horrores sin fruto de la violencia, entonces España podrá, sin duda, ser muchas cosas, pero no será la punta de lanza de la Hispanidad.

“Mis obras, no mis abuelos, me han de conducir al cielo”, dice un viejo refrán es­pañol, que Jaime Eyzaguirre solía citar. Él es aplicable tanto a los individuos como a los países.

Y de todos modos, con o sin España, la Hispanidad vivirá.

***

¿Vivirá? ¿Vive hoy? ¿Cuál es su futuro?

Por lo mismo que la Hispanidad es una realidad espiritual, sus ideales parecen, a veces, ser fantasmagorías, sea en sí, sea referidos a las naciones que los comparten. ¡Somos —o nos creemos— tan poca cosa los pueblos de la Hispanidad, que ésta —en nuestros momentos de pesimismo— se nos presenta también como muy poca cosa!

Sin embargo, si volvemos los ojos al momento histórico en que apareció “De­fensa de la Hispanidad”, de Maeztu, comprobaremos la extraña fortaleza de esa “imago mundi”.

Era la década del 30... la más lamentable, quizás, de la historia de los pueblos hispánicos.

En España misma, estaba aún abierta la herida del 98. Una monarquía estéril se había derrumbado; una República informe o prematura aún no cuajada... ni cuajaría jamás; imperaban el odio, las pasiones políticas, el atraso, la miseria.

¿Y qué decir de los pueblos hispanoamericanos? Su voz universal era nula; pare­cían inmovilizados —para toda la eternidad— por su propia desidia y por el “clavo de oro y de acero” del yanki, de que hablara Gabriela Mistral.

En cambio, el resto del mundo se presentaba lleno de vitalidad y de promesas... y eran éstas y aquélla la absoluta negación de la “imago mundi” de la Hispanidad. Los EE.UU. —olvidado ya el fantasma de la gran depresión— proclamaban los incesan­tes y crecientes éxitos de una sociedad basada en el empuje del dinero. En la lejana Rusia —nos decían los comunistas— el bondadoso padrecito Stalin forjaba acelera­damente una utopía feliz, en la que sólo estaba suprimida, por innecesaria, la “liber­tad burguesa”. Sin ésta, asimismo, como sin la igualdad —sacrificada al concepto de raza superior— los totalitarismos centroeuropeos devoraban naciones, levantaban ejércitos invencibles y alcanzaban también cúspides de riqueza y de bienestar.

¡Y lo peor era que todas estas obras eran realizadas —suprema paradoja— por quienes provenían, directa o indirectamente, de los que habían negado la eficacia de las obras para la salvación, de los defensores de la fe muerta! Al paso que nosotros, herederos de los campeones de la fe viva, de las obras salvíficas, yacíamos en el atraso y en la inacción...

Ha pasado casi medio siglo. Y, parodiando al coplista famoso, podemos pre­guntarnos;

¿Qué se hizo el confiado optimismo yanki? “The american way of life”, la feliz “patria del socialismo universal”, el milenio nazi, la Roma nueva del fascismo y su “mare nostrum”... ¿qué se hicieron?

Al revés, muchos ideales de la Hispanidad —la igualdad racial, la comuni­dad de naciones basada en esa igualdad, la primacía de la libertad nacional y personal— cobran hoy extraordinaria fuerza y movilizan en su torno, a veces clara­mente, a veces confusamente, a todos los pueblos de la tierra.

Y —lo que es muy importante, aunque también acarree sus peligros— paulatina pero decididamente los pueblos hispánicos se ponen en marcha; salen de su inmovi­lismo oriental; eliminan la misteriosa contradicción —que fuera su peor caracterís­tica— entre la afirmación de la fe viva y el atraso temporal; hacen sus propias obras sin olvidar (esperemos) que éstas, cuando no hay fe, tampoco salvan.

Los ejemplos de España y Brasil —los más notorios, pero no los únicos— se pre­sentan de inmediato a la mente. ¿Hubiésemos sospechado v.gr. en los años treinta —qué, en los años cincuenta— que España sería la gran potencia turística del mun­do; que se organizaría para fascinar y atender a la perfección a millones y millones de visitantes anuales; que crecería con un ímpetu similar o superior al del resto de Europa; que tendría un comercio internacional expansivo y agresivo; que exportaría capitales, tecnología avanzada, automóviles por decenas de miles?

En último término, el porvenir de la Hispanidad está aquí: en progresar mate­rialmente, pero dentro de su tradición de valores, de probada justicia; en practicar —y enseñar al resto de los pueblos— la vieja y difícil ciencia cristiana, la de vivir y crear en el mundo, mas no para el mundo, la de conciliar la realidad temporal que se atraviesa con la realidad eterna que se espera.

Gonzalo Vial Correa

(*) Artículo publicado originalmente en la Revista Diplomacia (Chile), Nº 4, septiembre – octubre 1974

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